Les dicen millennials porque atravesaron el nuevo milenio, y tienen muchas ganas de crear una ruptura en la historia. Se niegan a ser adultos, o al menos no un “adulto” como lo conocen. Que todo sea ligero —y sin gluten—: Starbucks, iPhone 7, Instagram. Comer bien, Beber bien; Alzar la voz, en una publicación con límite de caracteres; Adoptar perros y cuidar el planeta.
El primer problema para entender a los millennials es que no existen criterios sólidos para definirlos. Los sociólogos coinciden en que se trata de aquellas personas nacidas entre 1980 y 2000, que son hábiles con las nuevas herramientas digitales y crecieron dentro una relativa estabilidad económica.
La primera vez que apareció el término millennial fue en 2000, en el libro Millennials Rising: The Next Great Generation, de los historiadores Neil Howe y William Strauss.
Cuando no te toca vivir guerras, ni hambre, —ni siquiera la peste negra— y vives en la supuesta mejor época de la humanidad, una gran mayoría de ciudadanos adultos te implicará dentro de lo que el diccionario define como hedonismo: de mí, para mí y sin dolor. Y no es blasfemia cuando se es tan contradictorio; cuando buscas iniciar una revolución desde tu cama, por tanto replay a las canciones de Oasis.
Una generación de malcriados con estandarte de razón única, de los que a sus palabras, “habría que aprenderles”, pero a su vez, personas preparadas, con altos números de egreso universitario, quizá demasiados volátiles y “nómadas” para su propio bien.
Los delirios de revolución y cambio social no son exclusivos de la generación millennial. Desde que se tiene uso de razón, uno tiene esa espina de cambiar la realidad que se vive y marcar historia; así que habría que ponerse a pensar si realmente hay que juzgar la actitud millennial sólo por su generación, o por el nulo uso del contexto en la ecuación.